Elizabeth Fremder (II)

Autor: Rafael Martín || Fecha:   Creación, Ficción, Firmas, Letras, Varios

Segunda entrega de una serie del joven autor Rafael Martín, que iremos publicando cronológicamente de martes a viernes...

Lee aquí Elizabeth Fremder (I)

Miércoles

Amitai se había despertado temprano a pesar de haber dormido escasas horas. Después de vestirse y buscar el comedor principal, tuvo que salir del hotel espantado por el buffet libre que habían dispuesto. Sólo desayunó un café y un croissant en una cafetería de un barrio cercano, junto a la estación de autobuses, mientras miraba la sección internacional de varios periódicos. La ciudad no tenía ningún interés para él. Miró por la ventana, hacia el reloj de la estación y después el suyo, moviendo las agujas unos milímetros para sincronizarlos. Pagó y salió a la calle sin mirar a nadie, compró un billete en la taquilla y subió al autobús. Se sentó y cerró los ojos, que aún no se habían cruzado con ningún otro, y los abrió cuando el chófer anunció que habían llegado a Murcia. Otro autobús, éste menos confortable y más viejo que el anterior, le llevó durante dos horas más a través de campos de cultivo como él nunca había visto. A veces plástico, a veces un paisaje verde cobrizo que le permitía apenas pestañear. Llegó a un pueblo de unos 4000 habitantes, calculó él, con casas de grandes piedras y tejas de arcilla roja. Bajó solitario en la parada que hacía el autobús en la entrada principal. “Villagloriosa”, anunciaba un viejo cartel de bordes irregulares. Caminó hacia el interior, con dudosos pies entre calles solitarias y añejas, empedradas irregularmente. Llegó hasta lo que parecía la plaza principal del pueblo, con un busto en el centro sobre un pedestal de mármol y una iglesia románica presidiendo el pequeño complejo.

Esperó parado en medio de ningún sitio a que apareciera alguien por alguna esquina, pero sólo las brisas parecían recorrer las calles, silbando. Pasados diez minutos escuchó un ruido de pasos y se giró. Por delante de la puerta de la iglesia pasaba un hombre vestido con ropas que muchas jornadas de trabajo en el campo habían visto.

– ¡Buenos días, buen hombre!

– ¡Buenos días, señor! ¡Vaya! ¡Usted no es de por aquí!

– No, soy argentino. Me llamo Esteban.- Dijo Amitai estrechándole la mano y ahorrándose preguntas, mientras el hombre asentía.- ¿Le podría hacer una pregunta? Estoy buscando a alguien que, bueno, lo único que sé es que vivió acá.

– Sí, claro, dígame. ¿A quién busca? Aquí nos conocemos todos.- El hombre se quitó la bolsa que llevaba colgando del hombro, provocando una nube de polvo que salió de la camisa, y entrelazó los dedos de sus manos.

– Pues su nombre es Ramiro Sierra.

– ¿Don Ramiro? ¿Cómo que lo busca?

– Sí, lo conocí hace muchos años y sabía que su familia era de este pueblo, tenía la esperanza de poder encontrarlo. – Pero, Don Ramiro murió hace ya muchos años.- Dijo extrañado el hombre con una mueca desproporcionada.

– Murió… ¿Hace mucho?- Amitai no esperaba aquella información. Había imaginado muchos reencuentros con su amigo, pero no había barajado suficiente la posibilidad de no encontrarlo.

– Más de diez años, claro, pero aquí nadie lo olvida… mire, ahí está.- Señaló el busto del centro de la plaza.- Don Ramiro Sierra, inolvidable alcalde de Villagloriosa durante 12 años, el primero de la democracia.- Dijo el hombre con notable orgullo en la voz y los gestos. –

Alcalde… ¿primero de la democracia?

– El primer alcalde que tuvimos después de que muriera el caudillo. Ese hombre dio de comer a medio pueblo con su trabajo y su dinero.

– Perdón, le estoy entreteniendo, no sé si tenés prisa.- Amitai quería que le dejara solo cuanto antes.

– No, no se preocupe… ¿y dice que lo conocía, a Don Ramiro?

– Sí, siendo niños, cuando sólo era Ramiro, hace muchísimos años ya de eso.

– Si os conocisteis cuando erais niños, entonces, no sería en España. Don Ramiro volvió con más de cuarenta años al país.

– ¿Tanto tardó en volver? Bueno, al menos, sobrevivió y eso me alivia.

– Siento que se haya enterado hoy.- Aquel hombre entristeció mientras pronunciaba las palabras, recordando aquel alcalde, mirando al busto.

– No importa, me alegra saber que tuvo una vida plena. ¿Tuvo hijos?

– Sí, tres, pero ninguno vive ya aquí, todos se marcharon, como tantos otros que se fueron del pueblo.

– Bueno, señor, ha sido un verdadero placer.- Amitai le estrechó la mano, agradecido, y golpeó el hombro del hombre, levantando otra nube de polvo que se iría tras él.

– Muy bien. Sebastián, para servirle. ¡Que tenga un buen día!

Amitai se acercó al busto mientras aquel hombre tan amable se alejaba y perdía entre las callejuelas empedradas. Leyó la placa inscrita en la piedra blanca:

A la memoria de

Don Ramiro Sierra Olvido

Ilustre Alcalde perpetuo de Villagloriosa.

Gran hombre y mayor corazón.

No era éste uno de los reencuentros imaginados, no reconocía aquellos rasgos esculpidos en piedra como los de su pequeño amigo, pero no tenía la esperanza de poder hacerlo. Más de setenta años hacía ya desde la última vez que se vieran, separados por los holandeses al liberar el campo de concentración en el que malsobrevivían, recién huérfanos ambos, recién salidos de su escondrijo. Apenas se comprendían, pero al cabo de unos meses juntos, Amitai podía entender algo de español, pero no podía decir ni una palabra. Ramiro le contaba la historia que él conocía de su familia, la que le habían contado de sus raíces en Villagloriosa y lo luchadoras que eran ésas raíces, y sabía, por la mirada de Amitai, cuándo sí que había entendido algo. Al final siempre acababan escribiendo sus nombres y el nombre de sus pueblos con palos sobre el suelo de ceniza y arena, lo poco que un niño a esas edades y aquellas épocas podía escribir. Puso su mano temblorosa sobre la mano de piedra de aquel hombre y deseó poder haber tenido una conversación con él, poder darle las gracias por todo, por haber salvado su vida y la de sus hermanas, y habérselo dicho con palabras esa vez.

Se sentó en un banco de madera con patas de hierro oxidado, mirando de lejos el busto, pensando en su infancia, mirando su reloj, dando golpes impacientes en el suelo con la planta de los pies. Así permaneció durante dos horas, mientras el sol ganaba fuerza, hasta que un coche azul oscuro apareció cubierto de polvo, aparcando bajo la sombra de uno de los árboles que rodeaban la plaza. Del coche bajó un hombre de pelo gris, chaqueta gris y pantalón negro impecables. Se dirigió directamente hacia donde Amitai permanecía sentado y éste sólo se levantó cuando estuvo a unos metros de distancia. Se dieron la mano, un largo y fuerte apretón bajo la sonrisa cómplice de quien guarda un secreto de la otra persona, y ambos sonreían ampliamente.

– Ha pasado mucho tiempo.- Dijo el hombre de pelo gris con una voz rota por el tabaco.

– Siempre es demasiado.- Dijo Amitai mientras se sentaba de nuevo en el banco, dejando notar en sus palabras todo el esfuerzo que le suponía.

– Y demasiado poco el tiempo que tengo para estar contigo.

– No contaba con ese tiempo, pero, ¿no te podés sentar un segundo?- El hombre del pelo gris accedió mientras escuchaba las recriminaciones que había esperado escuchar.- Si esperara que no estuvieses ocupado, sería porque no te conociera.

– ¿Estás bien?- Preguntó el hombre del pelo gris para que se callara de una vez.

– Bueno, todo lo bien que se puede.- Contestó Amitai haciendo un gesto amplio con todo el brazo de arriba abajo.- Contempla la senectud en pleno apogeo.- El hombre del pelo gris pareció risueño unos segundos, pero su gesto se volvió desconfiado.

– ¿Estás seguro de esto? Es una locura.- Dijo, sin saber realmente la utilidad de sus palabras en aquel momento.

– Mi última locura.- Sentenció Amitai como si fuera una condena.

– Con esto ya no estamos en deuda. Considéralo el agradecimiento a lo que hicisteis por mí, pero nunca más.

– Nunca más.

El hombre le extendió una carpeta marrón atada con un trozo de cinta negra y soltó un largo suspiro que Amitai escuchó, respirando hondo, como asumiendo ese aire apestado de culpa a su alrededor.

– Se escondió bien éste.- Dijo el hombre del pelo gris sonriendo, complacido con su trabajo.

– ¿Cómo lo hiciste? ¿Es él?- Preguntó levantando la cabeza, como un niño ilusionado abriendo un regalo, casi tenía brillo en los ojos.

– Es él y, por favor, no hagas preguntas que nunca te he contestado, sólo te puedo decir que llevaba mucho tiempo con esta información escondida, esperándote, ¿Qué has estado haciendo? Por lo visto, cambió de dirección, es lo único que te dejo a ti, no te será difícil.- Miró alrededor, al lugar al que le había dicho que viniera a hacer el intercambio. Siempre había sido discreto, pero aquello le intrigaba.- ¿Por qué aquí?

– ¿Ves a ese hombre del busto?- Dijo Amitai sin levantar la cabeza del archivo.

– Sí, ¿quién es?

– Por personas como esa merece la pena todo esto.- Dijo levantado la carpeta como lo hubiera hecho un sacerdote con unas escrituras sagradas que intentara defender ante un escéptico.

– Sólo… ten cuidado, sabes que ya estás viejo, no sólo tú te das cuenta de esas cosas.- Posó la mano en su pierna, y tomó impulso en ella para levantarse.

– Lo tendré, aún me quedan fuerzas.

– ¿Quieres que te deje en algún sitio?

– Sólo en la entrada del pueblo, un autobús debería pasar en quince minutos.

Ambos hombres subieron al coche azul y no compartieron más palabras hasta que llegaron a la bifurcación de la carretera. Amitai agarraba fuerte la carpeta contra el pecho con el brazo doblado en L, el hombre del pelo gris paró el coche a un lado, en el pequeño arcén, y miró a su derecha con ojos nostálgicos.

– Adiós, Amitai. Quizás sea ésta la última vez que nos vemos.

– Quizás hayamos dicho eso demasiadas veces.- Pero realmente sabían que era la última vez, un trozo de la vida de cada uno se iba con el otro, en dirección opuesta.

Amitai llegó al hotel ya bien entrada la noche. Pidió la cena al servicio de habitaciones y tomó una ducha cuando su estómago estuvo lleno y los platos vacíos. Se vistió en silencio en el cuarto de baño, mirándose en el espejo, reconociéndose sólo en sus ojos, lo único que con los años sentía que no había cambiado. Examinó su antebrazo y miró sus números tatuados:

654286

Eso tampoco había cambiado. Recordó el día en que se lo hicieron, la mayoría de los días se iba su mente a ese recuerdo durante un tiempo y podía sentir el mismo miedo, el mismo de cada niño que allí había sido obligado a ser numerado. Los nazis habían conseguido que nunca olvidara lo que habían hecho, consiguieron que cada día recordara por qué los odiaba, por qué los perseguía, por qué no podía descansar.

Salió de la habitación y se dirigió al bar. Por el camino, miraba los números de las habitaciones, 207, 209, 211, y cada número lo veía tatuado en una persona distinta, anónima, inexistente, pero siempre judía. Paró sus pasos y se plantó frente a una habitación, 286 era el número que coronaba a la puerta. Se miró el antebrazo, 654286 leyó en voz baja, 286, repitió con los ojos bien abiertos, como si aquello fuera una señal divina, algo me dice Dios, pensaba absurdamente, quiere que no cese en mi determinación.

El bar estaba vacío y la escena se parecía bastante a la de la noche anterior, Javier reponía bebidas en un botellero refrigerador y Carlos, esta vez, estaba sentado en una mesa. Nadie más parecía querer pasar el tiempo en aquel sitio a esas horas. Se dirigió a la mesa solitaria alejada de la barra, pasando cerca de Javier.

– ¡Buenas noches! Scotch doble con dos dados de hielo.- Dijo dando dos leves golpes con los nudillos en la barra.- Gracias.

– Dichosos los ojos, mi amigo de incontables nombres.- Carlos abría los brazos en la distancia mostrando orgulloso su gran barriga.

– Estaba seguro de que te encontraría aquí.- Dijo Amitai mientras llevaba a la mesa el whisky recién servido.

– Soy muy predecible.- Carlos sonreía ampliamente ante la presencia de su compañero de noches.

– Bueno, puede que uno de estos días, uno de los dos no aparezca.

– ¿Cuánto tiempo estarás aquí?

– Espero estar aquí dos días más, tres de margen máximo. Quiero estar en otro lugar para el Sabbath. ¿Y vos?

– ¿Eso es Sábado, no? Yo me quedo hasta el Domingo, pero no vuelvo a Madrid hasta final de mes. Iremos a otro lugar.

– ¿Dónde?- Preguntó Amitai dando el primer sorbo a su copa.

– Mi mujer quiere conocer Asturias, así que todo apunta a que iremos a Asturias.- Dijo Carlos poniendo los ojos en blanco.

– Ajá. Pues, te encantará Asturias, no lo dudes.

– ¿Tú adónde vas o adónde vuelves?

– Lo sabré en dos días, tres de margen máximo.

– ¿Qué has hecho hoy?

– Pues tuve un día interesante. – Empezó, asintiendo.- Me he encontrado con un amigo.

– Ah, ¿sí?- Dijo Carlos ridículamente sorprendido.

– Un amigo de la infancia.

– ¿Español?

– Sí, españoles había muchos en el campo con sus hijos, yo conocí a algunos, pero este fue un compañero inseparable.

– ¿Campo de concentración?- Carlos se sorprendió, jamás había escuchado a nadie decir que había estado en uno, y aquello le emocionaba extrañamente.

– Claro, o de trabajo o de muerte, como quieras llamarlo.

– ¿Y cómo está?

– ¿Mi amigo? Es de piedra.- Amitai soltó una carcajada sorda, mirando a través del cristal de su vaso.

– ¿De piedra?

– He encontrado un busto de piedra que pusieron en la plaza central de su pueblo, fue un alcalde muy querido, por lo que me dijeron.

– ¿No lo habías vuelto a ver?

– En mis recuerdos, en algún sueño hace años. Hasta hoy. Ni siquiera sabía si había sobrevivido a aquellos días convulsos del final de la guerra, cuando nos separaron.- Amitai veía aquellas imágenes en su mente mientras lo contaba. Aquel soldado que tan amablemente los había puesto en camiones diferentes, cómo se habían despedido entre las cabezas de los demás niños, con los brazos en alto cada vez más pequeños, cada vez más pequeños…

– ¿Tienes muchos recuerdos de aquellos años?

– ¿Sabés?- Abrió los ojos y se irguió en su asiento.- He visto tantas imágenes de aquellos acontecimientos, tantos videos y fotos, que mis recuerdos se mezclan con esas imágenes. A veces tengo la impresión de que aquellos años ocurrieron realmente en blanco y negro, que todo no es más que una recreación en escala de grises.- Amitai quedó en un silencio lejano y Carlos quiso cambiar de tema, alejar la incomodidad de la escena.

– Así nos llamaban a nosotros, los grises.- Empezó a decir sin reflexionar demasiado sus palabras.- Creo que era justo, no sólo por el uniforme. Nosotros no tenemos imágenes de lo que hicimos, quizá por eso en España haya sido fácil para muchos el olvidar, y tan fácil para vosotros el mantener vivo el odio. Por eso, bueno, gente como yo aquí puede estar tranquila de que nunca estará entre rejas, nadie, ni los jueces pueden decir nada…- Sus palabras habían tomado un tono victorioso, indolente, lejos del tono quejumbroso al que le había acostumbrado la noche anterior al hablar de él.

– ¿Matastes a alguien?- Preguntó Amitai, mirando la reacción en sus ojos para saber si mentía.

– No, yo no maté a nadie.- Decía la verdad

– ¿Y te sentís tan culpable?- Preguntó realmente extrañado.

– Gente como yo mandó a tu amigo a ese campo de concentración para tener la simpatía de los alemanes. Yo maté muchos futuros.- También decía la verdad.

– ¿Querés que yo también te odie?- La mirada de Amitai se había congelado. La frialdad le llegaba a Carlos en pequeñas brisas gélidas desde la profundidad de aquellos ojos que habían empezado a darle miedo.

– ¿Lo merecería?- Respondió Carlos altivamente.

– ¿Has hecho algo en estos años para reparar mínimamente ese dolor que causaste?

– Nunca.- Y agachó la mirada hasta el abandonado vaso de ron, sin parecer cabizbajo.

– ¿Y te resulta suficiente para poder dormir?

– Alcohol y pastillas lo consiguen.- Levantó la mirada hacia Amitai para que pudiera ver el creciente abatimiento y parara de preguntar.

– ¿Tenés contactos aún dentro de la policía?

– Claro, incluso familia.- Carlos se extrañó y sus cejas no pudieron disimularlo.

– ¿Gente que te pudiera conseguir cierta información?- No le dejaba apenas respiro entre pregunta y pregunta; que no tuviera tiempo de reflexionar demasiado.

– Sí, pudiera ser.

– Quizás, sí podrías hacer algo para conseguir dormir, hacer algo de bien, para variar.- Terminó la frase y se recostó hacia atrás en su asiento.

– ¿Estás aquí en una misión?- Los ojos de Carlos parecieron gigantescos durante ese instante de asombro. Amitai le extendió una hoja de papel, doblada una vez por la mitad. Podía verse la escritura a mano del interior a la luz de la pequeña lámpara en la mesa. Carlos miró la información escrita durante unos segundos y se la guardó en el bolsillo del pantalón, nervioso, con leves gotas de sudor surgiendo en su frente. – ¿Qué hago con esto? Es un… ¿Es lo que creo que es?

– Es simplemente un nombre y una dirección. Sólo tenés que conseguir su dirección actual.- Dijo Amitai con un tono sin emociones.

– Esto es demasiado comprometido, podrían saber que busqué esta información, que hice llamadas preguntando por él.

– Durante décadas, han dicho alrededor del mundo que las actividades del Mosad eran ilegales, que infringíamos las leyes del país en el que operábamos, que éramos asesinos y que no respetábamos los derechos humanos. ¿sabes cuántas personas han sido enjuiciadas por matar o ayudar a alguien para matar a un nazi?- Se inclinó hacia delante, colocando las manos abiertas sobre la mesa.

– No, no lo sé.- Carlos negaba con la cabeza, alejándose de Amitai.

– Ninguna. Nadie nunca será juzgado por esto, porque la sociedad ve estas muertes justas, justificadas, necesarias. Nosotros no somos un grupo judío que busca venganza, nosotros representamos al sentimiento de la humanidad para que el holocausto y el nazismo no queden impunes.

– Bueno, yo tenía entendido que el Mosad no sólo captura nazis.

– El Mosad trabaja contra los enemigos de Israel, yo trabajo contra un sólo enemigo. Uno que es enemigo de todos. ¿Me ayudarás?- Extendió su mano izquierda, sin temblores, y esperó.

– Lo haré.- Dijo Carlos mientras le estrechaba la suya, sudorosa y débil.

– ¿Cuándo lo podrías tener?- Dijo sin darle tregua.

– Mañana, aquí, cuando el bar esté vacío.

– Perfecto. Mañana cambia de mesa y procura que no tenga servilleteros ni nada encima.

– ¿Por qué?- Aquello cada vez le parecía más extraño.

– Protocolos de seguridad, un espía no debería poder ser espiado. No te asustés, aquí nadie sabe nada, a nadie le importa, pero me siento mejor si tengo siempre la misma rutina. Quizá ya son manías de un viejo que no puede confiar ni en sí mismo.

– Creo que me voy ya a la habitación, necesito dormir.- Se levantó apoyándose en los brazos del asiento. Se tocó el bolsillo de la camisa donde guardaba la alianza y, después, el bolsillo del pantalón donde había guardado el papel doblado.

– ¿Te encontraré aquí mañana?- Le había cogido del brazo con fuerza, pero sin agresividad, sólo para frenar sus pasos. –

Sí, te estaré esperando.- Dijo dándose la vuelta. Sólo había dado un paso más cuando Amitai le volvió a frenar.

– Carlos… Muchísimas almas te dan las gracias a través de mi voz por tu acto.

Amitai quedó sentado con una extraña sonrisa de satisfacción. Volvió la cabeza hacia la mesa y en su recorrido se cruzó con la mirada de Javier, que parecía haber estado metiendo y sacando toda la noche las mismas botellas. Al ver que había sido descubierto escuchándoles, giró su cabeza bruscamente y siguió metiendo botellas, esperando a que dejara de clavarle los ojos aquel anciano que ya no despedía, en absoluto, la debilidad del día anterior. Cuando Amitai volvió a centrar su mirada en el vaso de Whisky, Javier pudo respirar y entrar al almacén para sentirse seguro. Carlos ya se había perdido entre los pasillos, sudoroso, temblando, literalmente huyendo, con mil imágenes en la cabeza y una amenaza en el bolsillo…

Rafael Martín

Autor: Rafael Martín

Rafael Martín tiene 4 artículos escritos.

Sevilla, 1984. Este animador sociocultural, casi psicólogo, medio sevillano, pero definitivamente andaluz, ha ganado algunos premios de distinto prestigio, como el Barcarola 2012 de relato corto, siendo el ganador más joven en la historia del certamen. Actualmente colabora en Wall Street International Magazine, vive por y para la literatura, pero no de la literatura, como cualquier escritor amateur. Otro talentoso Oliver Twist del mundo editorial. Paciente. A las puertas, con un cuenco vacío esperando la merecida oportunidad de un poco más.