Foto: © Juan María Rodríguez
¿Cuándo decidió Caballero Bonald ser Caballero Bonald? ¿Cuándo tomamos la rienda de nuestra vida y decidimos ser quienes seremos de viejos y cincelar el mapa futuro de nuestro rostro, pliegue a pliegue, dolor a dolor, como quien se afana en construir una vida para parecerse, al fin, al personaje que soñó?
Me gusta mirar esta imagen y sospechar que Caballero Bonald decidió un día lejano y secreto ser hoy este mismo Caballero Bonald que ahora nos mira, al mismo tiempo relajado y escrutador, ajenamente disidente y retador tras haber configurado la leyenda viviente de un juvenil anciano que, a los 89 años se mantiene tan vivo y despierto impulsado por la furia del lenvante que, esta tarde, cimbrea violentamente el toldo de su jardín inyectándole el motor de su rabia y su cólera.
Estamos en ‘Los Gallos’, en la linde que separa Sanlúcar de Chipiona, frente a la línea blanca y virginal de la “otra banda”, allá donde el territorio literario de Caballero Bonald se hace mito y, hablando, reencuentro al venerado creador obsesivo que está dispuesto a jugarse la chorla buscando el adjetivo preciso y lo veo severo, introvertido y melancólico abriéndose a la luz desde el umbral de un oscuro trastero, como si subiera a la superficie desde las oscuras profundidades abisales de ese lenguaje que él depura y limpia de impurezas, sometiéndose al “clic” con una disciplina amigable.
Lo veo por el visor y me estremezco, pues tras las manchas de la piel sigue resplandeciendo el brillo del viejo insumiso, aquél que la Academia descartó por “rojo y libertino”; aquél al que a menudo, leyéndolo, no comprendo del todo, pero que me sigue arrastrando a la plenitud mortífera de la palabra que, al fin, logra vibrar precisa y que, al invitarnos a perdernos en su laberinto, nos está invitando, en realidad, a la mayor y más íntima rebelión de todas: la del extravío.