A algunos les gusta creer que a la «alta literatura» solo pueden acceder unos pocos. A veces ocurre. Y no siempre es cuestión de estatura. Cuando hablo de acceder, no aludo únicamente al significado etimológico del verbo (acercarse), a llegar al objeto legible, al libro, algo que el mercado, ese ente de inteligencia suma, entiende perfectamente, sino al pleno alcance del discurso literario. Incluso ese selecto grupo ávido de erudición, esa comunidad culta, vanguardista, que se erige por valores distintivos cuyo mayor temor es ser relacionado con la cultura de masas, es divisado por el mercado y tenido en cuenta. Flaco favor en ocasiones, dicho sea de paso. El gusto de las minorías no siempre justifica los medios. El debate entre las difusamente llamadas literatura de masa y alta literatura ha ascendido últimamente hasta la peana de lo científico, registrándose los valores de estímulos cerebrales que generan una y otra forma de literatura, tan importante es la cuestión de la diferencia. Me pregunto en este punto qué niveles de incitación cerebral alcanzará el escritor que escribe consciente, deliberada y arriesgadamente lo que le da la gana.
«Mis padres han muerto sin saber que yo sé que de pequeño maté a un niño». ¿Por qué esta frase de los párrafos iniciales de una novela puede terminar en una estantería, pongamos, de Carrefour a treinta centímetros de mis zapatos o puede llegar a mis manos dificultosamente como un fruto inesperado del azar? Conocer esta respuesta y, más allá, actuar en consecuencia, puede llegar a ser, a mi juicio, una fórmula más de aniquilación del hecho literario. La frase en cuestión pertenece a una novela breve, me permito desde la subjetividad incuestionable de mi yo, añadir que deliciosamente sublime, titulada Pequeños detalles sin importancia, publicada en el año 2000 por el escritor linense Miguel Guerrero y editada por la Fundación Municipal de Cultura de Algeciras. Una novela en la que ya el autor nos desgranaba una literatura ensimismada y riquísima en detalles que normalmente pasan desapercibidos, pero que construyen las grandes historias y los grandes personajes. El porqué de que esta novela no haya compartido estante en Carrefour con la obra, digamos, del admirable John Le Carre no es, obviamente, una cuestión de calidad (bastante tiene Le Carré con soportar lomo a lomo a algunos autores o autoras frecuentadores de esos estantes, pero eso ya es otro cantar). Como tampoco lo es que Wells, Orwell, Dick, Lem, Simmons o Huxley duerman asombrados su sueño junto a carros de la compra repletos de omega 3 solo si alguna circunstancia de excedentes los lanza desordenadamente a un contenedor de 3X1.
Conozco algún caso cercano de escritor que abandonó el circuito de las grandes editoriales para centrarse en su discurso. El género, ese denostado concepto… Seguramente ni él ni sus actuales lectores hayan disfrutado tanto de sus libros como ahora. El caso es que hay un buen número de autores que están escribiendo legítimamente de espaldas al gran mercado una obra interesante y que hay un buen número de lectores que disfrutaría de ella, puesto que de eso viene tratando este asunto de la ficción. Este fárrago inicial en el fondo solo quería ser un aplauso a estos escritores que creen firmemente en lo que cuentan. Y creer merece admiración.
Cuando hace apenas un año me enteré de que Miguel Guerrero había organizado y llevado a cabo “heroicamente” el primer y, a lo que sé, único homenaje en España al glorioso e indescriptible Thomas Bernhard allá a finales de los 80, cuando probablemente yo aún no sabía que iniciaría con el narrador austríaco, recién desaparecido por aquel entonces, uno de mis mayores idilios literarios, todavía no había leído ni una sola página de este inusual y recóndito escritor, editor y activista cultural de la Línea de la Concepción (Cádiz). Pero me entraron ganas. Un buen amigo suyo me había hablado de él y de su literatura, accesible apenas a sus más cercanos seguidores en la comarca. Cuando con el primer café que compartimos en su ciudad, de la que apenas sale, en un arranque casi buñuelesco que parece convertirlo en uno de los personajes de sus propias narraciones, puso en mis manos el borrador de la novela La temperatura, supe que hay gente con suerte y que entre ella estaba yo. Una entrega promisoria que me llevó al descubrimiento de un autor del que, tal vez en circuitos cerrados, dará mucho que hablar. Con anterioridad, Guerrero había publicado Rapsodia de un submarinista (1988), el libro de relato Arquitectura del dolor (1990) y Pequeños detalles sin importancia (2000), obras que parecen suponer, según deja entrever el prologuista de esta última novela, una trilogía que ha llegado a entenderse como un ciclo narrativo. En 2014 publica el conjunto de relatos y reflexiones Prueba de lo equivocado que estamos siempre. Su última entrega es la novela La temperatura, que acaba de editarse en el sello editorial El hombre cohete.
La temperatura es una novela corta ma non troppo. Corta de páginas, pero larga de miras. Tan larga que no llega ni a terminar, pero esto, que no quiere ser ni de lejos un spoiler, tendrán que comprobarlo ustedes mismos. En líneas genéricas, podría decirse que La temperatura plantea una historia a modo de distopía arcádica en un innominado aunque reconocible lugar del sur de España flanqueado al oeste por el Atlántico y al este por el Mediterráneo, bajo la presencia espectral de la Roca. Un lugar asmático y paulatinamente arrasado por las extremas subidas de las temperaturas. Pero hay más, mucho más. Una sensación de asfixia se extiende por las cosas, por los animales y por las personas, que son los universos que dan nombre a los tres capítulos de la obra. Desde la oracular referencia al documental de Guy Debord con que se abre la novela: “Vamos dando vueltas por la noche y somos devorados por el fuego” (título que responde a la traducción del palíndromo “In girum imus nocte et consumimur igni”), el tercer elemento se configura como una anticipación angustiosa de algo que siempre parece estar a punto de ocurrir. Algo acuciante que, como en los sueños, no termina nunca de encontrar su perfil nítido; esa especie de inquietud que a fuerza de transparencia deviene en espanto o en insólito sosiego.
“Hubo un tiempo en que los hombres morían con un perceptible temblor de labios”.
Ahora, en este presente ucrónico en el que nos sitúa la novela, la temperatura mínima que puede soportar un hombre hace imposible ese identificable gesto de despedida del mundo. El calor vuelve enfermos a los hombres (imposible no acordarse de Meursault, el protagonista de El extranjero), algunos por estas latitudes lo sabemos bien. Todo en el entorno, en el paisaje, ha sido modificado por el calor insufrible. Por una parte, vemos una aún incipiente apocalipsis urbana donde los jardines perduran como osarios abandonados y las calles apenas si sienten los pasos y los solares yermos se llenan de durmientes al raso en busca del sueño, sin posibilidad alguna de convertir ese sintagma en plural. Bandadas de hombres y mujeres depredadores de aire que van siendo expulsados de sus reductos, nómadas casi invisibles, delirantes y asombrados de sus propios pasos. Por otra parte, encontramos un ámbito rural que empuja el hombre a la destrucción o a la trashumancia como forma última de emigración. El éxodo de nuevo.
Así que además de una ciudad donde las pájaros mueren de asfixia y un gorrión puede readquirir su simbología mística de ave sagrada, también encontramos una antiarcadia pastoril, una Arcadia dañada aunque persistente; un espacio rural arrasado por los extranjeros, arrasado por el fuego, un mapa humano obligado al exilio y el fuego siempre como arma. Al fin y al cabo, una ficción con pies en el suelo. Y la enfermedad que avanza al ritmo del desierto, del páramo, de la destrucción de los últimos paraísos.
Una evocación se articula como hipótesis durante la historia: la existencia de los xánticos, una secta adoradora del sol. Sobre la confusa presencia de esta secreta sociedad, la trama avanza sinuosa, con una casa simbólica construida como un cubo de hormigón habitada por el protagonista y correlato constante de la razón frente a la asfixia y el deterioro humano, el primer espacio de emergencia del libro. Y trufando la línea argumental, sueños premonitorios, secretos del pasado, hombres de fuego; intertextualidades varias, como la borgesiana enciclopedia, con volumen perdido incluido, en cuya totalidad se halla la descripción integral de un planeta imaginario. Pero al margen de estas referencias reconocibles que nos llevan directamente al recuerdo de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, lo hermoso para un lector es hallar interacciones tal vez imposibles con lecturas personales, encontrar complicidades insostenibles y creer con arrobo que la historia ha sido escrita para él. Ocurre aquí porque Guerrero es un lector despiadado y su pluma es un potente alambique.
Ya ven, una literatura inoperante la de este escritor linense si se contempla desde la atalaya del meanstream. Una inocuidad realmente operativa si volvemos a considerar que el objeto artístico puede enseñarle el dedo corazón al mercado, que puede instaurar su eficacia ajena al rol central e impositivo de la corriente general. Una escritura gloriosa desde la libertad creadora deslumbrante, recóndita y secreta en una tierra cercana.