Un cineasta es un Dios, creador del cielo y la tierra en la que viven sus criaturas. En su omnipotencia, puede designar los destinos que se le antojen, e incluso decidir sobre la vida o la muerte de sus personajes. Puede ser cruel o compasivo, previsible o sorprendente, puede dibujar un camino de rosas o una espiral de pesadilla, y hasta es capaz de resucitar a los muertos si lo desea. En su propio universo, todo es posible, el límite es su imaginación, y en el caso de Tarantino podemos llegar a lo más inesperado.
Es lo más llamativo y singular de Érase una vez en Hollywood –y quizá único en toda la historia del cine-: la forma en la que Tarantino juega con personajes y hechos históricos para fabricar su propio mundo.
Ese mundo de ficción/realidad es el de Los Ángeles de 1969, cuando la televisión y el cine libraban una batalla que acabaría con los grandes estudios, cuando un genio como Roman Polanski había deslumbrado con La semilla del diablo y vivía su historia de amor con Sharon Tate. Es el Hollywood de Dean Martin, de los éxitos importados del spaguetti western y de series como FBI o Mannix.
Hay mucha nostalgia y recuerdos en el noveno film de Tarantino; gran parte de su metraje es un homenaje a la ciudad, con sus conocidas autopistas y sus lugares de culto, y se regodea especialmente a la hora de enseñarnos el lugar; consigue sumergirnos y empaparnos del todo el ambiente de Los Ángeles en los 60, pero pierde mucho tiempo en la descripción del escenario y los personajes, lo que es un lastre para el ritmo de la historia. Por otro lado, en lo que se refiere a dicha historia, surge otro de los escollos de la cinta: hay secuencias que sobran, y la mayor parte de ellas no están cohesionadas con el conjunto. Si en Pulp Fiction creaba un caleidoscopio de personajes y situaciones, su maestría radicaba en que todo estuviera perfectamente ensamblado, como una magnífica pieza de relojería; mientras que aquí el reloj está incompleto y sus piezas desperdigadas. Hay momentos espléndidos en la cinta (Sharon Tate viendo una de sus películas en el cine, o la secuencia en el rancho de la secta de Manson), pero no están debidamente enlazados. Muchos de esos momentos son como pequeñas historias, con destellos tarantinianos, pero es una lástima que no hayan sido hilvanadas para darle algo más de coherencia a las dos horas y media que dura la cinta (media hora menos y un guión más elaborado habría dado lugar a una obra redonda).
Aún así, la cinta se disfruta cuando asoma el genio del director y nos regala alguno de esos momentos. De esta forma, avanzamos con interés hacia la parte final. Y ahí sí, en la media hora final surge Tarantino en estado puro, con una secuencia digna de figurar en una antología del cine, y nos conduce a un final auténticamente maravilloso. Todos esos últimos minutos incluso consiguen que le perdonemos los vacíos y carencias de las dos horas anteriores. El perdón también llega cuando nos hace disfrutar con el trabajo de Leonardo Di Caprio y Brad Pitt, verdaderamente sensacionales, y de forma especial Di Caprio, quien se luce con este actor en decadencia que ve cómo la gloria se le esfuma de las manos.
No estamos ante una de las mejores cintas de Tarantino, pero su mera esencia, y lo que transmite en su parte final es lo que la convierte en algo absolutamente recomendable.