Me dirijo a la puerta del castizo Teatro de La Latina en Madrid, allí he quedado con Antonio Álamo (Córdoba, 1964). Estoy frente a uno de los dramaturgos más relevantes del panorama nacional y su obra lo confirma. No ha llovido tanto desde que ganara el Premio Tirso de Molina con Los Borrachos, una función con una guerra de fondo y una bomba que no solo destruyó edificios y personas, también conciencias, pero en ella hablaba de muchas otras cosas, nos hacía grandes preguntas sobre el ser humano. Ahora, metido de lleno en los ensayos de El pintor de batallas, montaje teatral basado en la novela homónima de Arturo Pérez-Reverte nos habla también de guerras y, al mismo tiempo, del hombre, de la pintura y la fotografía, de verdugos y víctimas. Antonio Álamo habla despacio y parece que saborea las palabras antes de dar una repuesta. Tras su estreno en el Teatro Calderón de Valladolid el 7 de octubre, el montaje iniciará luego una amplia y extensa gira por los principales espacios escénicos de España.
– Vienes casi directo de uno de los ensayos. Imagino que muy ilusionado.
– Mucho. Siempre es apasionante meterte con un equipo en la sala de ensayos a descubrir un texto. Porque, aunque yo sea el dramaturgo y director de la función, no tengo todas las respuestas, ni pretendo tenerlas. No quiero imponer mi lectura al cien por cien sino compartirla y propiciar el debate, el cuestionamiento. Ante determinadas líneas o acciones de los personajes, es muy posible que a los actores, o a mi ayudante de dirección, o a mí mismo nos invada un sentimiento de extrañeza. Ese sentimiento tiene que ser preservado. Parte del proceso de ensayos consiste en hacerse preguntas, en no dar muchas cosas por sentado. A veces de esos cuestionamientos salta la chispa que nos pone de nuevo en el camino. En este sentido las aportaciones de Jordi Rebellón, Alberto Jiménez y Paloma Díaz son esenciales. Hay un pacto inicial, por supuesto, pero a partir de ahí de lo que se trata es de no cansarse de seguir explorando la obra o, dicho con otras palabras, de comprometerse con ella.
– Y cuando acaben los ensayos, se estrene y el espectador se levante de la butaca al terminar la función, ¿qué te gustaría que se llevara a su casa? ¿Alguna respuesta, muchas preguntas?
– Esta pieza teatral es tremendamente ambigua a ese respecto, y si uno no busca respuestas tajantes no las va a encontrar. Es una función con muchos puntos ciegos, por utilizar la expresión de Cercas, lugares en los que la pregunta viene a ser lo relevante. Algunas de esas preguntas son casi irresolubles, porque son las que lleva haciéndose el ser humano desde el inicio de los tiempos. ¿Estamos predestinados? ¿Juega Dios a los dados? ¿Existe el azar o hay leyes ocultas y todo está prefijado de antemano?
Intriga y thriller metafísico
– Cuando te acercaste a la novela de Arturo Pérez-Reverte, ¿qué fue lo que te motivó a escribir la versión teatral?
– La primera vez que me acerco a esta novela es tras una recomendación de Paco Marsó, que entreveía en ella una gran función teatral. La leí hace mucho tiempo, recién publicada, y, desde la primera lectura, me impresionó por muchos motivos. No sé si Arturo (Pérez-Reverte) estaría de acuerdo, pero dentro de su producción es, entre comillas, una rareza. Un solo espacio, dos personajes, una gran continuidad temporal, una intriga que es tanto interna como externa, una especie de thriller metafísico. Pero condensa, con especial intensidad, algunos de los motivos y temas recurrentes de su obra narrativa.
– Dices que la función es una “anagnórisis de la perversión”, ¿el espectador se va a reconocer como un ser vil y perverso? ¿no queda esperanzas?
– (Sonríe, bebe y piensa) Ese es uno de los debates que se encuentra en el centro de la función, desde luego. “No hay escapatoria”, dice Faulques. Son personajes que, cuando pisan el escenario, cargan sobre sus espaldas un pasado tremendo, casi insostenible. Casi parece mentira que se mantengan en pie. Al mismo tiempo son personajes inmersos en un proceso de autoconocimiento que les puede llevar a salvarse o no. Como si de dos dignos hijos de Edipo se trataran. Es también un duelo a vida o muerte entre ellos.
– ¿Entonces, la única solución que nos queda en la vida es purificarnos en el mar, sumergirnos en el mar con una moneda en la boca?
– (Vuelve a sonreír.) Sería una buena conclusión.
– La novela trata muchos temas: la conciencia humana, el recuerdo, el factor azar en el desarrollo de las vidas, el amor, la crueldad. ¿Cómo se canalizan tantos temas para dar forma a la función teatral?
– Porque todos esos temas que citas –y algunos otros— están interconectados. No obstante, yo me arriesgaría a afirmar que hay dos temas que vertebran la función. El primero la imposibilidad de ser solo espectadores, o sea, que lo queramos o no somos responsables no solo de lo que hacemos, también de lo que miramos. Nuestra mirada afecta al mundo. Es imposible mirar sin transformarlo. El segundo gran tema, que se deriva de este, es la posibilidad y/o imposibilidad de la inocencia y qué hacemos con esas heridas que nos ha dejado la vida y que han cicatrizado como culpa, siendo el recuerdo inevitable, como dice uno de los personajes en la función. Aunque, por supuesto, el pasado está vivo, no solo como recuerdo sino también como presente.
Pérez-Reverte
– Cuando uno se acerca a la función, aun siendo muy fiel a la novela de Arturo Pérez-Reverte, entras en un mundo nuevo, tiene como un universo propio, y cuando la leía no podía evitar remitirme en mi memoria a Los Borrachos.
– No había pensado en ello, pero me parece una buena apreciación. En efecto, Los borrachos y El pintor de batallas tienen puntos en común. Una determinada carga filosófica, personajes que arrastran una culpa casi insondable y metáforas que provienen del campo de la física para concebir la trama (la teoría del caos en El pintor de batallas, el principio de incertidumbre en el caso de Los borrachos). Y sí, espero estar siendo fiel a la novela de Arturo Pérez Reverte. De hecho, en la mesa de dirección, además del libreto teatral, siempre tenemos a mano la novela. No obstante, para ser fiel, tenemos que transformarla. Son lenguajes distintos. Tenemos que traducirla escénicamente. Los actores y yo nos comportamos, por utilizar una de las metáforas de la obra de Reverte, como francotiradores que se saben dominados por leyes ocultas.
– Y qué queda del Antonio Álamo de ‘Los borrachos’ en este nuevo montaje.
– El amor por el oficio, probablemente. Contar historias me sigue apasionando. Uno podría caer en la tentación de pensar que ahora que tiene más experiencia, tras más de medio centenar de estrenos, que ha escrito miles de páginas, que ha tenido la oportunidad de compartir aventuras con tanta gente de talento, uno está ahora más pertrechado y armado para su oficio. Pero no es del todo así. Cada historia le exige a uno nuevas habilidades, hacerse con nuevos recursos y, sobre todo, enfrentarse una vez más con el misterio de la creación. Uno nunca es escritor, tienes que convertirte en escritor cada vez que te sientas delante de la máquina. O convertirte en director cada vez que miras a tus actores (y depende de cómo mires transformas la actuación). Es un oficio que nunca se acaba de aprender. Y las posibilidades de fracasar son enormes, porque el arte siempre apunta a lo excepcional.
– En la historia de ‘El pintor de batallas’ las reflexiones sobre el arte, desde la pintura y la fotografía, son constantes. Reflexionando un poco sobre el teatro. ¿Qué función cree que debería tener hoy el teatro?
– Una pregunta así parece requerir una respuesta grandilocuente, y preferiría no hacerlo. Lo cierto es que no deja de fascinarme el hecho de que en una sociedad como la nuestra, en la que parece que nos hemos olvidado de escuchar al otro, haya un lugar donde la gente se siente en la oscuridad a, precisamente, a eso: a escuchar a los otros.