Pocas películas en la historia del cine han suscitado tantos artículos, ensayos y libros enteros dedicados a diseccionar la cinta de Ridley Scott, hasta convertirla en una obra de culto. Y posiblemente ninguna otra película ha tenido tantos remontajes y manipulaciones digitales del metraje original; se contabilizan hasta siete versiones distintas estrenadas ante el público.
Treinta y cinco años después, alguien pensó que la historia debía continuar y responder principalmente a una pregunta: ¿Qué pasó con el agente Deckard y la replicante Rachael?
Asi nos plantamos en el año 2049, en la misma ciudad de Los Ángeles, donde las cosas han cambiado en algunos aspectos: el planeta está cada vez más contaminado y desértico, y ahora una nueva empresa fabrica replicantes que sí obedecen a los humanos, aunque aún existen algunos modelos antiguos a los que hay que cazar; el nuevo Blade Runner (Ryan Gosling) es precisamente un replicante fabricado al servicio de la ley, un tipo tan solitario y arisco como el Deckard que interpretó Harrison Ford, y casi tan humano. El arranque de la cinta y la presentación del personaje son muy prometedores, luego le vemos llegar al cuchitril donde vive, y aquí entra en juego lo más interesante de la película: la chica-holograma que vive con él. Los hologramas en el cine futurista casi siempre se han usado como un elemento vistoso y poco más; nunca se le había sacado tanto provecho, y de forma tan ingeniosa, a este efecto. La historia con esta chica irreal sabe indagar en la complejidad de las relaciones humanas y virtuales, refleja muy bien la alienación del individuo en un universo tecnológico, y precisamente son las secuencias con el holograma las que aportan más humanidad al protagonista, hasta convertirse en una historia de amor imposible con un personaje que solo es inteligencia artificial. Elogios también para la actriz cubana (y nacionalizada española) Ana de Armas; su interpretación es absolutamente convincente.
También se profundiza más en otro elemento que ya estaba en el original: los recuerdos implantados que podían ser tan reales que la replicante Rachael creía ser humana, un tema que aporta algunos momentos que invitan a la reflexión (cómo distinguir los sueños reales de los implantados) y que crea puntos de interés con una fabricante de sueños. Justamente esa es la base del relato de Philip K. Dick que dio origen a este universo.
La sensación final, tras casi tres horas de película, es la de haber asistido a una secuela que se ha esforzado en rendir homenaje al clásico y mantenerse por los mismos vericuetos narrativos y estilísticos, aunque no consigue la maestría de Scott y existen varios baches o momentos plúmbeos que podrían haberse evitado. El resultado es cal y arena casi a partes iguales: puede interesar e incluso fascinar en algunas secuencias, y aburrir soberanamente en otras.