Dicen que cada época lee a sus clásicos a la sombra de sus obsesiones y que, lo mismo que el pervertido descubre escenas eróticas en la mancha de humedad de una pared, a la nuestra parece que le preocupa mucho buscar antecedentes históricos, personajes del pasado, que sirvan a la instauración colectiva de valores morales como la igualdad y su cohorte de acompañantes: igualdad de sexos, de oportunidades (y aun de resultados), renta mínima, educación y sanidad públicas y gratuitas, leyes de protección animal, derecho universal a la vivienda, a los abastecimientos básicos y a los suministros energéticos, etc.
Pasa, sin embargo, que hay autores que valen para esto, y otros que no son fáciles ni se dejan reinterpretar. Cervantes es de estos últimos.
A Cervantes se le ha homenajeado en estos días de muchas formas, entre las más llamativas quizá esté la del artista que, invitado por el Congreso de los Diputados, se arrancó desde la tribuna de oradores a cantar flamenco en su memoria. Sabido es por cualquier lector de Cervantes que éste aborrecía a los gitanos, y que hubiera prestado toda la fuerza de su único brazo hábil en desterrarlos de España, a todos ellos y a su trashumante cultura. Pero esto, sin embargo, no se explica. Tampoco se lee ni comenta el tremebundo comienzo de ‘La gitanilla’: “Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones y, finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo; y la gana del hurtar y el hurtar son en ellos como accidentes inseparables, que no se quitan sino con la muerte”. Me pregunto cómo edulcoran este pasaje los que urden ediciones infantiles de las obras cervantinas.
Con ocasión del IV Centenario y antes, hemos escuchado decir hartas veces que Cervantes fue un hombre que se adelantó a su tiempo, y que su contemporaneidad nos la certifica, entre otras cosas, la alta consideración que profesaba a las mujeres. Y esto se ha convertido ya en un dogma incuestionable. Frente a los estereotipos machistas que gastan en sus obras Lope de Vega, Tirso de Molina, Quevedo o Calderón, que los cuatro vendrían a ser los oscuros propagandistas de la Contrarreforma, nuestro Cervantes, por su parte, se erigiría en las suyas en un quijotesco defensor de la libertad y dignidad femeninas.
A propósito del feminismo cervantino, una señora catedrática de Lengua y Literatura, cuyo nombre omitimos para no dificultarle al tiempo su implacable labor de sepultarnos a todos en el olvido, ha publicado en El País lo siguiente: “Letradas o analfabetas, señoras o criadas, ricas o pobres, campesinas o aristócratas, las féminas de ‘Don Quijote’ son sujetos de pensamiento y actitudes autónomas, viven dignamente en el nivel que les corresponde por su origen, y aunque éste se sitúe en el peldaño más bajo de la escala cultural y social, se muestran seguras de sí mismas y lo viven con gallardía y autoestima. Cervantes les da vida como sujetos y por tanto no están atadas a ningún convencionalismo social o cultural que se sitúe por debajo de su dignidad como personas. No era así para las mujeres de carne y hueso de aquellos siglos”. Y de esta forma concluye nuestra catedrática protegida: “Y es que con Cervantes la mujer cambia su papel de objeto pasivo a sujeto activo”.
Esto tal vez sea así en la edición del Quijote de Andrés Trapiello, donde se cambian los “huevos y quebrantos” por un plato combinado de huevos con torreznos, pero con las ediciones de Rodríguez Marín o Martín de Riquer malamente pueden alcanzarse semejantes conclusiones.
Tanto en lo que toca a los gitanos como a las mujeres, Cervantes muestra una coherencia absoluta con el contexto social y ambiental en que vivió: el ecosistema propio de los siglos XVI y XVII.
Y si consideramos el maltrato a las mujeres como la prueba más evidente y demostrativa de la degradación de su dignidad como persona, ahí está la “Cariharta” de ‘Rinconete y Cortadillo’, una prostituta apaleada por su chulo que, desesperada lo mismo ayer que hoy, pide ayuda a Monipodio. Al final, sin embargo, vuelve al lado de su pareja con la presunción de que todo va a cambiar porque en el fondo hay amor.
Las magulladuras, lo mismo ayer que hoy, se aducen como pruebas de amor, y el amor, ya se sabe desde San Pablo, lo disculpa todo, el amor tiene paciencia y es bondadoso, el amor no es celoso, no se irrita ni lleva cuentas del mal, no se goza de la injusticia, sino que se regocija con la verdad, todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera y todo lo aguanta (el subrayado es nuestro).
Bueno, ¿y a dónde nos conduce todo esto? Pues al Cervantes de verdad, al soldado voluntarioso, al superviviente en Argel, al jugador fullero, al alcabalero ambicioso, al marido adúltero y al padre desentendido. Al Cervantes complejo y contradictorio, al hombre consumido por afanes de gloria y al escritor de mirada compasiva.
En el Museo Casa de Cervantes de Valladolid se exhiben habitaciones y mobiliario que recrean muy libremente cómo pudo ser el domicilio del escritor. Cervantes llegó a Valladolid en la primavera de 1604 y se marchó a principios de 1606, cuando Felipe III retornó la Corte a Madrid. En Valladolid, Cervantes estaba acompañado por su esposa Catalina de Salazar y Palacios, su hija Isabel de Cervantes Saavedra (fruto de sus amores adulterinos con una mujer casada, Ana de Villafranca de Rojas), y por dos de sus tres hermanas, Andrea y Magdalena, la otra –Luisa– era ya monja profesa en un convento carmelita.
Cervantes, en Valladolid, el de verdadera carne y hueso, tuvo que aguantar –o tal vez alentar– los trajines erótico-comerciales de sus hermanas e hija. Gracias al turbio asesinato del crápula Gaspar de Ezpeleta a las puertas de la casa de Cervantes, sabemos que la finca que hoy está dedicada a su memoria funcionaba como un meublé o love hotels, una oficina donde se despachaba la honra de las mujeres a cambio de dinero. Quiere decirse una casa de putas.
Nada de esto, sin embargo, se dice ni enseña en el citado Museo, donde hasta en la reconstrucción del estrado se incluye un torno de hilar como para significar que el gineceo cervantino ocupaba su tiempo y sus ocios en tareas honestas y propias del hogar.
La osamenta de Cervantes ha movido medios y esfuerzos comparables a los que se invierten en Atapuerca. Lo que pasa es que los zancajos que rescata Juan Luis Arsuaga en los montes de Burgos nos ayudan mucho a conocer nuestra historia, pero dudo que la calavera de Cervantes nos diga algo acerca del talento de quien un día la llevó sobre los hombros. El mercadeo y zoco cervantino, sin embargo, se alimenta bien de estas cosas. Resulta obvio decir que Cervantes está más vivo y mucho más actual en sus libros que en sus huesos.
La actualidad de Cervantes, como la de Shakespeare en teatro o Velázquez en la pintura, es que nos saca de la Edad Media y de sus arquetipos moralizantes, para iniciarnos en la modernidad y sus inseguridades. Don Alonso Quijano, el Bueno, es hijo de sus obras, no es ya un títere ni un pelele de los dioses o una víctima de la fatalidad y del pecado al modo de Guzmán de Alfarache, el héroe precursor.
En los tipos cervantinos y en el propio Cervantes el aliento que los mueve y agita es la libertad y sus riesgos, o dicho con un endecasílabo de ‘La Galatea’: “Libre nací y en libertad me fundo”. En medio de presiones y estrecheces, que en otros autores ha servido para degradar la condición humana (verbigracia Mateo Alemán), Cervantes sin embargo ha creado formas humanas excepcionales.