La de chistes que se hicieron sobre Luis Roldán. El “¿Dónde está Wally?” fue reemplazado por “¿Dónde está Roldán?”, y durante diez meses todo el mundo le vio en alguna parte: Estados Unidos, Venezuela, algún país asiático,… ser calvo y tener barba era motivo suficiente para ser identificado y detenido. La fuga de Roldán provocó la caída de un ministro y el declive de otro que iba para presidente del Gobierno (y a la larga el derrumbe del mismísimo Gobierno).
A la sombra de esta rocambolesca historia se encontraba Francisco Paesa, el espía y embaucador que manejó los hilos de toda la trama, como un experto titiritero y prestidigitador. Más que “el hombre de las mil caras” podría haber sido apodado como “el de las mil cartas”, ya que siempre guardaba un as en la manga y nadie podía adivinar si jugaba de farol o hasta qué punto controlaba los naipes del adversario.
A mediados de los 90, el caso Roldán conmocionó a la opinión pública (no todos los días un alto cargo del Estado se fuga con 1500 millones de pesetas), y lo que transmite la película a la perfección es hasta dónde puede llegar la suciedad en este país. Estamos ante una historia de sinvergüenzas de altos vuelos, truhanes que están en lo más alto, en esferas tan poderosas como la dirección general de la Guardia Civil, y la cinta destapa con valentía un pasado muy reciente de la política española, no se cortan lo más mínimo a la hora de retratar a esos personajes que aún viven y que salen realmente muy malparados en el relato de estos hechos, frente a la “historia oficial” que nos contaron en su día (políticos como el superministro Belloch quedan a la altura del betún).
Con la sapiencia de varios títulos en su haber, y el talento ya demostrado en títulos como Grupo 7 o La isla mínima, Alberto Rodríguez narra con brío y mucha eficacia una historia que nos hace viajar a la época más oscura del felipismo. El ritmo es impecable, apenas hay baches, sólo en algunos momentos en los que el cineasta opta por detenerse en alguno de sus personajes para profundizar en sus motivaciones, pero es lícito que la acción repose en algún momento. De todas formas, la sensación general (especialmente en la primera hora) es la de un recorrido vertiginoso con saltos espacio-temporales que van hilvanando con inteligencia un relato apasionante a través de sus numerosos personajes y escenarios. El armazón interno, sabiamente construido, se debe en gran parte a Rafael Cobos, guionista habitual de Rodríguez desde 7 vírgenes y ganador del Goya por La isla mínima. El tándem sigue funcionando como un reloj, y de hecho El hombre de las mil caras es como una complicada maquinaria de relojería en la que se consiguen encajar multitud de piezas.
La película es cine de espionaje a la española, y sabido es que gran parte del trabajo de espionaje consiste en el arte de engañar al enemigo; en eso, en lo del engaño, los españoles lo tenemos superado con Cum Laude. Por eso, una historia de espías en nuestro país también se asemeja a una cinta de timadores con todo el legado de la picaresca española, hasta el punto de que Paesa nos puede parecer un tipo simpático y divertido, como el mago que siempre saca de su chistera lo inesperado y deja planchado a más de un político, aunque también está su lado amargo y despreciable (carece de una familia, sólo se mueve por dinero y es capaz incluso de poner en peligro a una sobrina para cumplir su objetivo a toda costa, caiga quien caiga).
Magnífico Eduard Fernández, pocos como él podían expresar todo eso con su mera presencia, con unas pocas frases –casi no necesita hablar- y a base de expresiones y gestos cuidados al detalle; es de esas interpretaciones en las que llegas a ver el background de un personaje (su pasado, lo que no se cuenta). El hombre de las mil caras es también cine de actores, una de esas películas que ya no puedes imaginar con otras caras que no sean las de Fernández, José Coronado, Carlos Santos,… En suma, otro tanto que se apunta Alberto Rodríguez, sin duda una de las mejores cintas españolas del año.