No se puede negar que el espectáculo visual está conseguido, y que la mayor parte de la cinta es un gran entretenimiento que funciona en casi todo su metraje. De hecho, la estructura del guión es bastante similar al primer Gladiator: una buena batalla para arrancar la historia, una tragedia familar, la etapa de conversión de un guerrero en gladiador,… Ridley Scott utiliza los mismos mimbres para continuar la historia que protagonizó Russell Crowe, con elementos comunes e incluso el uso de algunos flashbacks para mantener una homogeneidad entre la cinta de hace 24 años y esta segunda entrega.
El problema principal está en un un mal endémico que se ha ido propagando cada vez más en las últimas décadas: el uso y abuso de las nuevas técnicas infográficas, que hacen caer el cine en un espectáculo de muñecotes, como los monos salvajes que aparecen en una determinada escena y que no son nada creíbles; tampoco lo es el coliseo romano relleno con agua y tiburones que cantan “por soleares”; ese circo romano acuático parece más un parque temático que el antiguo coliseo de Roma. Tanta falsedad infográfica te saca de la película y le quita toda la verosimilitud a la acción. Sentimos incluso nostalgia de la autenticidad del cine de los 80, cuando Indiana Jones se metía en una cueva rodeado por miles de serpientes, y todas eran reales, traídas de criaderos de toda Europa. Ese realismo en una secuencia de aventuras hacía posible una inmersión absoluta dentro de la cinta, sin llevarnos las manos a la cabeza cuando ahora nos encontramos con monigotes virtuales en todo momento.
Por lo demás, la historia también decae en su parte final, con situaciuones poco creíbles e incluso algunos diálogos más propios de un culebrón venezolano. Ni siquiera secundarios de lujo como Morgan Freeman consiguen remontar un guión que hace aguas a medida que avanza.
En suma, una cinta que entretiene y que aporta algunos buenos momentos, pero que también decepciona en muchos otros.