¿Qué tiene que ver Curro el de la Expo con la capa pluvial que, dicen, llevaba Carlos V cuando lo proclamaron emperador? Pues así a bote pronto no mucho, pero resulta que ambos son símbolos de la ciudad y por eso los ha metido Manuel Jesús Roldán en su libro La historia de Sevilla en 80 objetos, en el que hay sitio para todo, para la grandeza más absoluta y para lo más casposo. Así que empezamos: ¿por qué 80? Pues porque ya hay muchas guías que juegan con el 100, y lo del 80 tiene su “toque romántico” por aquello de La vuelta al mundo en 80 días de Julio Verne. ¿Y por qué poner el acento en los objetos? “Pues porque siempre nos centramos en el gran patrimonio y quedan fuera los detalles”, que muchas veces revelan más del alma de la ciudad. Así que ya sabemos los porqué de esta obra que, lanzada por El Paseo Editorial (200 páginas, 18,95 euros), firma Roldán, historiador del arte y profesor que define su criatura ante todo como “un libro de historia”, aunque es inevitable que la leyenda se abra paso a mordiscos.
El principio, dice, lo tuvo mucho más claro que el final. Para arrancar apostó por el Tesoro del Carambolo (“es que es obligado”), pero al objeto que tenía que cerrar este paseo histórico le dio muchas vueltas, hasta que decidió apostar por el último cartel de las Fiestas de Primavera, de Ricardo Suárez, “porque es un cartel de objetos, ahí hay de todo: un farolillo, una mitra, un estandarte, una calavera…”, una especie de cajón de sastre que encaja bien con la filosofía del libro, tanto que es la única pieza del siglo XXI que ha incluido en su selección.
Por la obra desfila una curiosa procesión de objetos, algunos “imprescindibles y otros absolutamente personales”. El catálogo del siglo XX, por ejemplo, es una muestra de eclecticismo: el Monumento a la Tolerancia de Chillida, el último garrote vil que se guarda en los juzgados, una camiseta con la figura del rockero Silvio, el paso de plata de Pasión, el azulejo de Anís del Mono del Rinconcillo, el micrófono de Queipo de Llano, la pistola con la que se mató Belmonte, Curro, la mascota de la Expo… Pues este batiburrillo se aplica al resto de épocas, una curiosa colección de “historias secundarias que también son historia, de cada uno de estos objetos se podría escribir un libro”.
Aprovecha Roldán para poner la lupa en el sevillano que se da golpes de pecho con la ciudad pero luego conoce de ella lo justito. “Nos quedamos en los grandes titulares y no en la intrahistoria”, y aquí pone el ejemplo del humilde plato de cerámica que perteneció al convento de San Jacinto, como proclama esa inscripción que lo rodea y que dice con orgullo ‘Soy de San Jacinto’, una pieza de 1828 que parece un adelanto de esas camisetas de ‘Soy de Triana’. Este plato que puede verse en el Museo de Bellas Artes nos habla hoy, en su modestia, “de los dominicos, de Fray Bartolomé de las Casas, de la Inquisición, de la Sevilla popular y culta…”.
Puestos a elegir, ¿cuál es el objeto que mejor simboliza a Sevilla? “Uf, es difícil elegir”, pero al final se abraza al Giraldillo, aunque para el libro se ha quedado con la palma que sostiene. Sí, es verdad que hoy es sobre todo un reclamo para turistas, pero “es símbolo de muchas cosas: es una veleta (como el sevillano), se llama de muchas maneras (algo también muy sevillano), tiene muchas copias…”. Eso sí, hablamos de un icono de la ciudad del que casi nadie tiene ni idea de su iconografía.
Seguimos con el interrogatorio. ¿Entre tanta selección hay lugar para lo casposo? Pues sí, y aquí el autor incluye el garrote vil y unos carteles setentones de Cruzcampo que son una cosa. En el sentido contrario, ¿cuál es la pieza que mejor ilustra el poder de Sevilla? “Más que el poder de Sevilla hay una que habla del poder de las hermandades, y es el paso de plata de Pasión: se les quemó el que tenían de madera e hicieron uno entero de plata en plena carestía de los años 40, cuando estaban las cartillas de racionamiento…”. ¿Y no hay nada que nos hable del poder de la ciudad como tal? “Quizás la capa pluvial de Carlos V, con la que dicen que lo coronaron emperador”, una joya que no recibe el mejor trato en la Catedral, “siempre tiene sillas de por medio o están trasladando la vitrina por algún culto o está a oscuras”.
De esa Sevilla en el cénit de su gloria nos habla también la Biblia de Gutenberg de la Universidad de Sevilla, y de sus albores lo hacen las llaves de la ciudad, que ilustran el cambio de manos del mundo musulmán al cristiano, vaivenes históricos con pinceladas como la lápida romana a Julio Posesor en los pies de la Giralda o la bala de cañón que sigue incrustada en un muro de la calle Mosqueta de cuando Espartero bombardeó Sevilla en 1843. “Nadie se fija en ella”, apostilla Roldán, que se mueve entre leyendas como la de Maese Pérez y realidades que son casi más oníricas, como la de la mascarilla mortuoria del escultor Antonio Susillo que descansa hoy a los pies de la Amargura, la Virgen a la que le puso las manos.
A Sevilla, en cambio, la ve hoy “más peliculera que legendaria”, y lo dice él, que aunque es historiador tampoco le gusta abominar de la leyenda. En muchos objetos, de hecho, se funden ambos conceptos, como en esa espina de la corona de Cristo que sacamos en la custodia del Corpus: es verdad que si sumamos todas las espinas repartidas por el mundo “nos sale un cortejo de coronas”, pero no es menos cierto que luego está la historia real, la que nos habla de cómo llega esa espina a Sevilla en el siglo XVI, de la posesión de una infanta, de la donación de un cardenal y de un certificado oficial de autenticidad. “Esto da para Hollywood, parece que hoy todo lo descubre ‘Juego de tronos’, pero tenemos miles de historias…”. En este libro por lo pronto van 80, que no son pocas.