La razón de la sinrazón de Alonso Quijano y otros lúcidos necios

Autor: Rosario Pérez Cabaña || Fecha:   Destacadas, Firmas, Letras, Opinión

Filóloga, poeta e investigadora, Rosario Pérez Cabaña se adentra en 'El Quijote' para hablarnos de la locura de Alonso Quijano.

Se pierde en la memoria el momento en que el hombre necesita tanto la encarnación del mal para subsistir como su propio alimento. El mal genera miedo; y el miedo suscita afanes, imperiosas necesidades de distinción, separación, segregación y purificación de los hombres afectados por el mal.

 

Al principio fue la muerte. Durante la Edad Media, las expectativas centrales del hombre giraban en torno al castigo divino y a la muerte. Eran tiempos de guerras, de miseria, de epidemias; pero ningún estigma recayó sobre el hombre como la lepra, señal con que parecía dibujar su poder la mano zurda y acusadora de un pantocrátor. Más que un enfermo, el leproso se consideraba una víctima del mal, un condenado al que había que aislar, que convertir en otro, ajeno, diferenciado del resto. Cuando apenas se anunciaba el siglo XV, y la lepra iba desapareciendo del mundo occidental, los espacios del miedo y el apartamiento no podían desaparecer. El leproso será sustituido entonces por otros habitantes de esos territorios de la marginalidad y el olvido: “permanecerá el sentido de su exclusión, la importancia en el grupo social de esta figura insistente y temible, a la cual no se puede apartar sin haber trazado antes alrededor de ella un círculo sagrado”. Y con el tiempo, la heredad de la lepra recaerá sobre otro espacio estigmatizado, el de la locura.

quijote copiaSin embargo, a principios del siglo XVII, momento en el que se inicia este tránsito, y en el que Cervantes escribe la primera parte de El Quijote, aún la figura del loco no había usurpado por completo el espacio lacerado que el leproso ocupó durante siglos. Hasta el siglo XVIII, no comenzará a entenderse la locura como una enfermedad de la mente. ¿Pero quiénes eran los locos hasta este momento? ¿Qué tipo de desviación o necedad afectó a uno de los más célebre locos del siglo XVII? ¿Qué clase de locura vio en él su creador? ¿Qué clase de sinrazón o insensatez afectaba a aquel hidalgo venido a menos? Y, sobre todo, ¿llegó a entenderse en su momento a aquel alucinado en su propia razón?

Desde siglos antes de que Alonso Quijano naciera en un lugar de La Mancha, el loco no era considerado como un enfermo. Esto quiere decir, entre otras cosas, que no se pensaba en su sanación. La locura era entendida como una enajenación que podía afectar a cualquier hombre débil. El loco no era culpable, su locura no era más que la manifestación del fondo animal que hay en todo hombre cuya debilidad le llevara a dejar dominarse por sus pasiones. El loco es fruto de la tentación, el pecado acecha, pero su condición animal lo exime de una culpa consciente. Su estar en el mundo adquiere una dimensión en cierto modo cósmica: posee un saber, un conocimiento no accesible para el hombre dotado de razón, un saber negado, sagrado, prohibido.

Al mismo tiempo, junto a este tipo de enajenación motivada por las fuerzas astrales, comienza a realizarse otra interpretación que explicaría la naturaleza de esta sinrazón como experiencia exclusivamente humana, ajena a las fuerzas ocultas. Ahora es el hombre, sus sueños, sus anhelos y sus ilusiones lo que afecta a la pérdida de razón. Así surge lo que Foucault ha presentado como la dicotomía entre la experiencia cósmica de la locura y la experiencia crítica. En este intento de racionalizar la enajenación, irán definiéndose diversos tipos de locura: el hombre puede enloquecer por pasión, por culpa, por presunción o por identificación, esto es, creerse quien no es e identificarse con otro, como es el caso de Alonso Quijano, quien para revivir las aventuras librescas de los libros de caballerías se identifica con el caballero don Quijote.

La locura por identificación novelesca que afecta a Alonso Quijano dejará pronto su impronta no solo en la literatura y en el teatro, sino en las acciones vitales de algunos émulos del célebre hidalgo, no solo en España sino en el Nuevo Mundo. Se sabe, gracias a los estudios que realizaran Rodríguez Marín e Irving A. Leonard, que El Quijote pasó a América el mismo año de su publicación y que rápidamente se realizaron por el Nuevo Continente representaciones teatrales con los personajes de la novela. Igualmente, en Europa la difusión fue vertiginosa, en 1612 se realizó la primera edición inglesa, y fue también rápidamente traducida al francés y al italiano. Cabe preguntarse, sin embargo, ¿cuál fue la interpretación que se le dio al libro más publicado después de la Biblia? Una obra cumbre que hoy nadie discute, pero que no siempre fue entendida como tal. No olvidemos que una cosa es el éxito y otra el reconocimiento. Es más que probable, a juzgar por la calidad literaria de la obra cervantina, que el autor, más que el éxito, buscara el reconocimiento. Miguel de Cervantes era un joven cuando comenzó a generarse la idea de los libros caballerías como algo nocivo, como un cúmulo descabellado de sinsentidos. Ha tenido que padecer numerosas tribulaciones a lo largo de su vida antes de comenzar a escribir y quiere entregarse a la literatura, a la alta literatura de la época. Y realmente lo consigue, dominando con virtuosa eficacia la novela pastoril (La Galatea, 1585), la bizantina (Los trabajos de Persiles y Segismunda, 1617), el eclecticismo de las Novelas ejemplares (1613), donde encontramos el género picaresco entre otras tendencias, y la inclasificable obra magna protagonizada por el loco más célebre de la historia.

2Con el Quijote, Cervantes no escribe un libro imitando a los héroes de caballerías, sino imitando a los que imitan las actitudes de esos libros. Esto conlleva un nivel incuestionable de simbolismo. No critica la ficción, sino la mímesis de la ficción. Así que, aunque leído y aclamado en su época, tal vez Cervantes no fue entendido en la dimensión que él pretendió. Sin duda, el rápido éxito del Quijote no solo en España, sino en América y Europa, se debía, entre otras cuestiones, al hecho de que contenía códigos reconocibles para los lectores de la época, aún acostumbrados a leer libros de caballerías. Pero su verdadero valor simbólico, social y literario no llegó a comprenderse plenamente. España era un territorio repleto de asombrados y abatidos hidalgos venidos a menos, absurdos e inútiles herederos de una casta guerrera en época de paz, altivos muertos de hambres que caminaban dejando en el barro de las calles huellas del pasado. Alonso Quijano, tal vez como el propio Cervantes, no fue más que un hombre incapaz de entender un mundo nuevo. Hay un componente trágico, social y de una luminosa humanidad en Alonso Quijano que no llegó a percibirse en su momento. Este loco, caracterizado por los lectores de la época como un personaje eminentemente risible, tenía una trascendencia que traspasaba su simple comicidad. El mestizaje en El Quijote nos lleva a reír en un trasfondo innegable de tristeza, lo que sitúa a la obra en un espacio absoluto de modernidad y al autor en un adelantado “romántico”. Cervantes está presentando un tipo de locura que hasta un siglo más tarde no sería concebida: la locura que tiene su origen en el medio, los locos que son productos de la sociedad que los aboca a la pérdida de razón, que llena las calles de insensatos o alienados individuos.

Desde aquella mítica Nave de los locos que inmortalizara en su obra moralista y satírica Sebastian Brant y que recorría Europa en el siglo XV con su cargamento de insensatos, descargando de las ciudades el peso de la locura, hasta la época en la que Alonso Quijano emprende los caminos al lado de su escudero, la locura aún no ha sido observada desde el púlpito de la razón. La nueva visión se consolidará a mediados del siglo XVII, cuando comenzará a edificarse ese nuevo “leprosario” de marginalidad donde dar sentido a la encarnación del mal en la tierra y encerrar el miedo secular. Será entonces cuando los locos dejarán de vagar por los barcos y por las cerretas de Europa para ser encerrados en lugares donde la sociedad pudiera sentirse a salvo.

En la marginalidad de nuestra España y sus conscientes olvidos, encontramos víctimas por cuestión de la fe (judíos, moriscos, protestantes), humillados por su identidad sexual, desdichados, necios, rebeldes, fronterizos… La literatura se ha acercado a estos arrinconados de la historia con una desigual empatía que ha lanzado su mirada sesgadamente hacia grotescos seres risibles, hacia olvidados seres oscuros, hacia peligrosos y gentiles predicadores del paganismo, hacia pícaros buscavidas o hacia soñadores a los que aún les faltaban centurias para ser comprendidos. En muchos casos, se ha podido ver cierta actitud “comprensiva”, aspecto sobre el cual Ricardo García Cárcel se cuestionaba: “¿Mala conciencia ante la represión que sufrían los marginados de la historia? ¿Reflejo de una identificación emocional de los ciudadanos corrientes y molientes con los marginados? ¿Instrumentación de la literatura para dar más o menos oxígeno al problema de la marginación?” Difíciles y difusos cuestionamientos estos, sobre todo, si pensamos que la concepción del otro, del raro, del marginal, del loco ha variado considerablemente a lo largo de la historia; aspecto que, obviamente, ha condicionado las diversas distancias de la literatura al ser marginal.

En su citado ensayo sobre la locura, Foucault realiza un admirable estudio sobre este nuevo lugar de distopía que se empieza a construir a mediados del siglo XVII, terrenos sociales acogedores de una nueva marginalidad, ajena a cualquier memoria del locus amoenus: lo que Foucault denominó “el gran encierro”. Un encierro indiscriminado de enfermos, indigentes, maleantes y locos. La pobreza y todos sus apéndices será la nueva encarnación del mal, el nuevo espacio de aislamiento. Los centros de internamiento no son hospitales, no son cárceles, no son centros de trabajo, ni de sanación. Son centros de condena de todo tipo de excluidos sociales.

foucault

En este momento, el pensamiento cartesiano se difunde por Europa. El cogito ergo sum, traslación latina del planteamiento cartesiano Je pense, donc je suis, implica en su propia naturaleza el hecho de que pensar imposibilita la locura. O lo que es lo mismo, el loco no está capacitado para pensar. Si el loco piensa, aunque su capacidad de raciocinio esté mermada, no puede ser un loco. Pensar implica en mayor o menor grado un estatus de lucidez al que el insensato está ajeno. Esta idea crítica de la locura, sin embargo, se contrapone a la pérdida de razón de Alonso Quijano, que será capaz de teorizar sobre su propia locura:

Loco soy, loco he de ser hasta tanto que tú vuelvas con la respuesta de una carta que contigo pienso enviar a mi señora Dulcinea; y si fuese tal cual a mi fe se le debe, acabarse han mi ‘sandez’ y mi penitencia; y si fuese al contrario, seré loco de veras.

No es esta, podría parecer, la expresión de un loco, de un ser incapaz de racionalizar en primera persona sobre su capacidad de imitar comportamientos de los héroes caballerescos.

Quiero imitar a Amadís, haciendo aquí del desesperado, del sandio y del furioso, por imitar juntamente al valiente don Roldan, cuando halló en una fuente las señales de que Angélica la Bella había cometido vileza con Medoro.

O, más explícitamente, en la segunda parte, capítulo LXXIV, cuando Alonso Quijano dice:

Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vuestras mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía, y prosiga adelante el señor escribano.

Esta capacidad de autoanálisis de Alonso Quijano parece demostrar una visión ciertamente avanzada de Cervantes hacia el concepto de locura. No hay que olvidar que la propia experiencia vital de Cervantes lo llevó a estar confinado en aquellos espacios de reclusión que ya vendrían preludiando el concepto de «gran encierro» al que hemos aludido. En sus encarcelamientos en Argel o en Sevilla debió conocer excluidos sociales de diversa índole, probablemente, también a aquellos enajenados llamados «insensatos».

En El Quijote, como ocurre en gran parte de la obra de Shakespeare, la locura ocupa en lugar central y hasta cierto punto extremo. Da la impresión de que no hay nada al alcance del hombre que pueda hacerse por devolver la razón a Alonso Quijano. Sin embargo, a ratos, podría pensarse que el loco no es él y preguntarse si no serán los tenidos por cuerdos los otros. No deja de ser curioso que la muerte apacible y redentora aparezca como salvación solo cuando el caballero ha adquirido conciencia de su propia locura. Pero, ¿no será esta anagnórisis, esta revelación de la razón perdida, una nueva forma de locura? ¿La muerte no ya como espacio de liberación sino como burla, broma macabra y paradójica que acaba con el hombre que ha recuperado las luces para perder definitivamente su luz? ¿No será su mirada de necio, de loco, de insensato, de visionario la verdadera lucidez? Tal vez la verdadera cordura no sea otra cosa que la razón de la sinrazón.

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Rosario Pérez Cabaña

Autor: Rosario Pérez Cabaña

Rosario Pérez Cabaña tiene 3 artículos escritos.

Licenciada en Filología Hispánica ha publicado relatos y poemarios. En el ámbito de la investigación, se ha dedicado especialmente al estudio de la poesía hispanoamericana