Hay películas que al basarse en un personaje o acontecimiento histórico tienen una clara intención divulgativa y respetan al máximo cómo acontecieron los hechos en la realidad. Pero hay otras cuyo objetivo es apoyarse en esos hechos para crear un espectáculo cinematográfico al margen del rigor histórico, recreando incluso momentos que no existieron y permitiéndose todo tipo de licencias artísticas.
El Napoléon de Ridley Scott está en ese segundo grupo de películas, lo cual es lícito. El problema es cuando esos elementos “inventados” no resultan creíbles o incluso son risibles, como evitar una batalla con dos cañonazos a las pirámides de Egipto, o algún otro momento en el episodio de la insurrección real.
En el lado positivo, inclinando la balanza en favor de Scott, está el gran espectáculo que nos suele ofrecer en sus títulos más épicos, con secuencias tan notables como la batalla de Austerlitz o la de Waterloo. También la relación de Napoleón con Josefina –magnífica Vanessa Kirby-, a la que el cineasta dedica un especial cuidado; quizá sea lo mejor de la cinta, y lo que nos da mayores momentos de emoción. En esa dependencia mutua entre ambos personajes es donde Scott aprovecha para dibujar con más detalle a su protagonista y mostrar su lado más frágil. Es donde Joaquín Phoenix se luce especialmente para encarnar de forma muy peculiar a este militar que fue coronado emperador y que acabó sus días tristemente exiliado en la isla de Santa Elena.
No estamos por supuesto ante una cinta redonda; hay momentos muy memorables y otros que deberían haber ido a la papelera en la mesa de montaje, pero en ningún momento caemos en el sopor o la falta de interés. Las dos horas y media de metraje no pesan en absoluto y se disfrutan en su mayor parte. El objetivo de Scott, el de entretener con un gran espectáculo, está conseguido.