¿Qué pasa, hijos de puta? Sidonie y la decadencia del público en No Sin Música Fest

Autor: Rey Romero || Fecha:   critica, Pop, Rock, Sonidos

El autodenominado "peor grupo del mundo" participó en la última edición de No sin Música Fest, en un esperpéntico directo para un público más entregado a la euforia y el 'todo vale' que a las canciones.

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Si existiese algo así como un ranking de las peores masas sociales de la historia, tengo pocas dudas a la hora de apostar por que los adultos jóvenes que asisten a festivales de música de verano encabezarían la clasificación. Ni los instagramers, los beliebers, la gente que afirma que la Cruzcampo es la mejor cerveza del mundo, ni los que aplauden en el cine o cuando se pone el sol en la playa, les ganan. Y no lo hacen porque el factor gracias al que encabezarían la hipotética lista está en su mano. Su criterio. Un criterio de mierda. Y no os enfadéis, porque os he visto aguantar con una sonrisa a Sidonie, su lamentable concierto de No Sin Música y sus 12.000 «hijos de puta» al público.

No soy muy amigo de los festivales de música de verano. Esa celebración del maltrato a las bandas –especialmente a las que todavía no han pasado por una radiofórmula–, en la que los grupos se exponen como excusa semizoológica mientras la gente charla, se hace selfies o preguntan por el nombre del grupo que está tocando cuando suena «No puedo vivir sin ti» o «Años 80». Pero este año he ido a uno, a No Sin Música en Cádiz. Mi visita anterior a una movida de estas hay que buscarla en Territorios Sevilla 2013 y, antes de eso, ya hay que irse a Espárrago Rock. Ambos desaparecidos. Pero en la edición de este año del festival caletero tocaban algunos amigos en el escenario secundario a cambio por parte de la organización de poco más que la gasolina y una oferta del Domino’s. Había que ir a apoyar. Ya me he justificado. Sigo.

Sidonie se iba a encargar de cerrar la primera noche del festival. La del jueves. Eran los que tenían la segunda fuente de letra más gorda en el cartel. Y allí estábamos uno de los músicos amigo mío, al que para no meterlo en ningún lío voy a llamar de forma aleatoria Carlos Tarque (nombre ficticio, ojo), mi pareja y un servidor dispuestos a ver a Sidonie y, la verdad sea dicha, con buena predisposición. Al principio todo iba bien, ya habíamos digerido lo de pagar tres euros por un vaso normal de cerveza y un fin de semana en Cádiz merece casi cualquier pena. Sidonie tiene buen nombre y hasta me gustan algunos de sus temas y, lo más importante, no estábamos prestando demasiada atención. El atender fue el principio del fin. Era difícil ignorarlos, uno puede ser un pacifista empedernido y aguantar estoicamente un par de insultos sin encenderse. Pero, poco a poco, aquel sintagma se iba convirtiendo en una letanía subliminal «¿qué pasa, hijos de puta?», «¿Cómo estáis, hijos de puta?», «No os oigo, hijos de puta»… y así hasta que casi se podía tararear. Una muletilla más molesta que «en plan» y más pegadiza que algunas de sus canciones. Hasta que nos dimos cuenta, Carlos, mi pareja y yo, que hacía tiempo que no coincidíamos en un sitio, disfrutábamos del reencuentro. Pero aquel «hijos de puta» en bucle nos sacó de nuestra reconciliación festivalera y dio paso a la segunda revelación: al público de los festivales de verano le vale todo. Y aquí cabe destacar que Depedro, Iván Ferreiro, Rosendo, Coque Malla y Quique Gonzalez –este último pese a lo soporífero– se comportaron como si delante hubiese gente a la que le importase un carajo lo que pasaba sobre el escenario. Pájaro también, pero éramos cuatro gatos y todos íbamos para verlo.

El indie ha recompensado a Sidonie con lo más parecido a la prejubilación que puedes encontrar en la música: nos lo han vendido.

Sidonie, en cambio, no. Sidonie tiene veinte años de carrera, los mismos o menos que todos los mencionados anteriormente a excepción de Depedro por cierto, y ha tocado en los peores garitos de Barcelona, lo han abucheado, le han salido a deber conciertos, ha sacado un porrón de discos con más pena que gloria y ahora, el indie ha recompensado a la banda con lo más parecido a la prejubilación que puedes encontrar en la música: nos lo han vendido. Y puede hacer lo que le dé la gana. Y lo ha hecho. Un disco horrible con las peores y más vagas canciones que pueden salir de un estudio, y lo pasea por los principales festivales de la geografía patria con el concierto más esperpéntico que puedes echarte a las orejas. Insultos al público, backliners que se apoderan del escenario para hacer coros, estribillos que podrían usarse para aprender a leer en preescolar, abandono aleatorio de instrumentos… De hecho, este último fue uno de los aspectos que más llamó la atención de mi amigo Carlos Tarque, que el bajista soltase en medio de algunas canciones el bajo y cogiese una pandereta, por ejemplo, que no venía a nada.

Y allí estaba el público. Volcado con aquel espectáculo a las tres de la madrugada. Petando las redes con fotos precedidas de «quiénes son esta gente que lo voy a poner en Instagram«. Tachando de la lista de nombres otra banda para sus conversaciones en la puerta de no se qué club de moda. Alimentando el ego de grupos para sus absolutamente injustificables cachés. Todo ello de espaldas al escenario secundario, el Tricentenario, que acogía a las bandas que llevaban semanas ensayando sus conciertos, pensando en cómo estaría de público, que agradecieron la asistencia tomándose en serio su oficio y que hicieron que a los que nos gusta la música y sentimos algún respeto por ella nos mereciese la pena que nos llamasen «hijos de puta» entre estridencias durante una hora. Un público que después de la temporada volverá a las canciones en la radio y a la ausencia en las salas de conciertos autofinanciados por los grupos, mientras ya se compra la entrada de los festivales del año que viene sin siquiera conocer el cartel. Porque total, si no hay música, al menos nos pegamos la fiesta. No Sin Música. Que no de qué.

Rey Romero

Autor: Rey Romero

Rey Romero tiene 19 artículos escritos.

Periodista cultural y gastronómico. Tres años al servicio de Su Majestad (Londres, Leeds). De sus cocinas, más bien. Rastreador del rock más comprometido. Del calificativo imposible.