Lee aquí Elizabeth Fremder (III)
Viernes
Esa noche había soñado con Elizabeth, lo notaba en las sábanas revueltas, en el sudor frío de sus piernas, en su pecho angustiado. Esto lo hacía por ella. Bajo la luz de una bombilla en la entrada de la habitación se había parado para mirar la foto de su mujer, abriendo con delicadeza el broche que llevaba colgado del cuello. Estaba preparado. Besó la foto y salió a la calle, no sin antes echar un vistazo a sus zapatillas deportivas nuevas, cortesía de Daniel, que le hacían sentir extraño, fuera de lugar.
Caminó despacio siguiendo el mapa trazado en su mente hacia desconocidas calles y plazas, entre el tráfico de la gente en las aceras, como arrastrado por una marea prematutina de ojeras y bostezos. El sol salía y se ocultaba una y otra vez desde el horizonte tras irreverentes nubes altas, de un blanco sin grises bajo un precioso azul, casi rojo hacia el reciente amanecer. Algunas gaviotas sobrevolaban los complejos de apartamentos y los hoteles, decorando sus fachadas.
Llegó a un barrio de edificios cuyas calles aún olían a pintura y cemento fresco. Paró sus pasos en un quiosco de prensa y contempló los titulares de los diarios. Compró uno al azar y con la cabeza gacha fue ojeándolo, sin prestar demasiada atención a las palabras, sólo como excusa para no levantar la cabeza, pasaba las páginas, cruzaba las calles, llegaba a su destino…
Se plantó frente a una puerta y pulsó un botón del cuarto piso en el portero automático. Pasaron unos segundos de espera angustiosa y por fin contestó una voz de mujer.
– ¿Sí? ¿Quién es?- Su voz era frágil y Amitai supo que no podría mentirle. Por primera vez en mucho tiempo, fue totalmente sincero.
– Estoy buscando a Soeren Sommer.- Suspiró, liberado.
– No, disculpe, se ha equivocado.- Sonó el auricular colgarse dificultosamente y un segundo después, volvió a pulsar.
– ¿Sí?
– Señora, no cuelgue, mi mujer conoció a su marido, el señor Sommer, quería darle un mensaje de su parte, fue su última voluntad.- Se hizo un silencio cortado por la respiración reflexiva de la mujer desde el altavoz y, después, el sonido irritantemente liberador de la puerta abriéndose.
Tiró el periódico en una esquina del recibidor y subió los ocho tramos de escaleras sin darse cuenta, tan rápido que la mujer de pelo blanco y ojos azules se sorprendió de que no llegara jadeando. Esperaba con la puerta abierta y fuertemente agarrada.
– ¿Quién es usted y qué hace aquí?- La anciana tenía una voz profunda y fría, ya no parecía, en absoluto, frágil.
– Mi mujer…
– No me venga con bobadas.- Interrumpió, sacudiendo la mano en el aire despectivamente.- Ha preguntado por Soeren, ¿quién es usted?
– Soy Amitai Fremder, vengo a matar a su marido, tiene que pagar por sus crímenes y ésta es su sentencia.- Amitai sacó la pistola del bolsillo, entró, cerrando la puerta a su espalda, y miró alrededor. Todo estaba metido en cajas, las paredes estaban vacías.- ¿Dónde está?- La mujer se echó a reír, una risa con tonos de malicia, una risa sincera.
– ¿Has venido a matar a Soeren?
– ¿Dónde está? Lo puedo esperar aquí hasta que aparezca.- Amitai abrió todas las puertas del piso para comprobar que estaban solos.
– No aparecerá.
– Esperaremos acá hasta que entre por esa puerta, aunque pasen semanas.
– Seguro que sí, que lo harías… pero Soeren murió hace cinco días.
– Mientes, ¿dónde está?- Amitai sintió nauseas y su vista se nubló por unos instantes. Se agarró con su mano izquierda al respaldo de una silla intentando que la anciana no viera su estado.
– Pues, ahora mismo, está en un ataúd rumbo a Alemania para ser enterrado en el mausoleo familiar. ¿Por qué pones esa cara? Ayyy, gracias, necesitaba reír, han sido unos días muy duros para mi y todos nuestros hijos y nietos.- Medía bien las palabras y los tonos, sabiendo cómo hacerle daño sin conocerle.
– ¡Hija de puta!- Gritó mientras le cruzaba la cara con el dorso de su mano izquierda desarmada, se había recuperado.
– Ha muerto en su cama, muerte natural.- Dijo la anciana tocándose el labio, volviendo a la compostura.- rodeado de la gente que lo quería, ¿podrán decir lo mismo de ti? Tan viejo, ¿y aún seguías buscándonos? ¿Acento argentino? Nosotros no estuvimos allí. A estas alturas de la búsqueda debes de estar muy solo.
– En Argentina encontramos a otros y, por lo que puedo comprobar, no podría estar más solo que vos.
– Yo me marcharé pronto con él, y también lo haré rodeada de mis seres queridos. Habiendo tenido una vida emocionante y feliz al lado de mi marido. Tú sólo te llevas odio. Sí, los nazis somos unos monstruos, etcétera, etcétera.
– Lo sois.
– Wer mit Ungeheuern kämpft, mag zusehn, daß er nicht dabei zum Ungeheuer wird.- Casi maldijo la anciana con voz siniestra estas palabras, blandiendo un huesudo dedo hacia él.- ¿entiendes bien el alemán, no? Quien lucha con los monstruos y tiene poco cuidado puede acabar convirtiéndose en uno. Y eso es lo que sois.
– ¿Nosotros unos monstruos?- Amitai apretó sus dedos alrededor del arma.
– Sí, tal como nosotros, ni más ni menos, conquistáis el territorio a vuestro alrededor, levantáis muros… sí, una cosa nos diferencia; los judíos también matáis por venganza, o si no, ¿qué haces aquí?
– Justicia.- Gritó, asustando a la anciana, que acto seguido volvió a reír.
– A través de qué, ¿tanta sed de sangre tiene tu dios o eres tú el que está impaciente por derramar sangre en su nombre y en el nombre de tu pueblo?
– Ojo por ojo, una persona muerta por una persona muerta. Esa es la justicia que merece gente como vos.
– Eso es lo que…- Pero Amitai no le dejó acabar la frase y con el arma fuertemente cogida le golpeó en la sien.
– Callá. Asesina. Tus palabras son un veneno innecesario- Dijo con los dientes apretados mientras la golpeaba de nuevo, esta vez en la espalda.
Terminó de caer al suelo, junto a un sillón al que se agarraba con una mano, mientras con la otra apenas tapaba la herida de su cabeza. Supo que iba a morir, el golpe había sido muy fuerte, sangraba, no podría levantarse, y aquel hombre la remataría a quemarropa… no le importó. Pero Amitai dio media vuelta y se marchó cerrando la puerta tras él.
Bajó las escaleras lentamente, como si sólo la impotencia y la rabia le dieran fuerzas, dejándole después aletargado y enfermizo. Cuatro pisos que parecían miles en sus piernas cansadas de recorrer el mundo movidas por… la venganza había dicho la mujer, esa puta alemana no tiene razón, pensaba con la pistola aún en la mano, es justicia. Escondió el arma de nuevo en el bolsillo y salió a la calle, impotente. Ha muerto en la cama, se repetía una y otra vez, no he llegado a tiempo, no ha servido para nada, Elizabeth, hemos perdido otra batalla.
¡Carlos, ese viejo gordo, lo sabía!, acertó a pensar parado en mitad de la acera. Ese fascista hijo de mil putas lo supo y no se atrevió a decírmelo, supo que estaba muerto y ni siquiera dio la cara.
Le odiaba, y a esa nazi y a su marido muerto, ese asesino, y odiaba a Elizabeth por no haberle dejado olvidar. La impotencia crecía como un fuego triste en su interior, un fuego denso y oscuro, y llenaba cada esquina de su cuerpo de calor y golpes por recibir. Nunca podría vengarse, ahora lo sabía, por primera vez, y ese pensamiento le hizo sentir vacío y abandonado, un huérfano de dios, desprotegido.
En esos momentos de dura rabia, un perro de mil razas y ninguna pasó a su lado, muy cerca de él. Amitai lo apartó con el pie y el perro rugió molesto levemente. El perro se quedó parado delante al dar Amitai los primeros pasos y lo volvió a apartar más bruscamente en esta ocasión. El perro ladró una vez, asustándolo, y haciéndole retroceder nervioso. Apretó los dientes y, lleno de miedo, lanzó una patada al estómago del perro que chilló un sonido agudo y deprimente. Cayó a un costado, rápido se levantó gruñendo y, mientras cogía impulso, valiente, Amitai sacó la pistola y disparó dos balas al perro, que cayó sin ladridos ni culpa. El estruendo que provocó la pistola paralizó a los pocos viandantes que cruzaban por la calle perpendicular. Los murmullos y los curiosos crecían por las esquinas y las ventanas. Amitai mantenía la pistola apuntando al suelo, también su mirada. Levantó la mirada y, al ver a la gente que lo señalaba y fotografiaba, levantó también su arma. La rugosidad le daba seguridad. Apuntó a la multitud en las dos esquinas y después hacia las ventanas. Todos corrían y se escondían atemorizados. Largaos, gritó Amitai, fuera de sí, rompiéndose la garganta. Se dio la vuelta y pateó al perro, que ya había muerto, dejando un gran charco de sangre. Caminó hacia el principio de la calle y tiró la por siempre anónima pistola cargada en una papelera. Cruzó la esquina y decenas de ojos le seguían, escuchó la palabra policía entre los comentarios a su espalda, pero nadie se movió. Siguió caminando, levantó la mano derecha a la altura de sus ojos. Ya no temblaba. Volvía a casa.